Así
pues, para concluir algo que tenga sentido y razón de ser, es preciso, primero,
desgranar al propio sistema de la forma más clara, pero al mismo tiempo, de la
forma más sucinta posible, pues en un post no es posible extenderse más allá de
lo estrictamente razonable.
Atendiendo
a la realidad democrática de nuestros días podemos decir sin miedo a
equivocarnos, que la forma democrática más pura y correcta es aquella que se ha
dado a denominar democracia directa, ya que es la que consiste en que el propio
elector vote directamente en todas aquellas cuestiones que le afecten. Mientras
que la democracia representativa o indirecta, la actual, es aquella por la que
un elector elige a sus representantes con el fin de que sean ellos los que
tomen la última decisión sobre una cuestión que les afecte.
Dado el
número de habitantes y la complejidad de las sociedades actuales, se hace imposible,
salvo en municipios menores con menos de cien habitantes, el sistema de
democracia directa pues, como resulta obvio no es posible que 45 millones de
habitantes voten cada vez que se hace una ley o norma, ya que éstas son creadas
a diario a cientos.
Llegados
a este punto, no queda otro remedio que concluir, que si bien, no es lo mejor,
sí que es la menos mala la democracia representativa. Pero una vez aclarado
este precepto debemos decidir cómo ha de ser esa representación. Actualmente
los representantes de un país se eligen por sufragio universal, en España concretamente
por Sufragio Universal, Libre, Igual, Directo y Secreto. Lo cual parece ser lo
más justo, ¿pero acaso es lo más correcto?
Bien, analicemos
esta cuestión. Nuestros Parlamentarios, actualmente, son elegidos de una lista
de personas puestas por un determinado partido político. Estas personas pueden
ser inteligentes o no, cultas o no, unos dechados de moralidad o no, en general
serán lo que sean, en España hay representantes del pueblo que son auténticos
filoterroristas, pero están puestos por partidos políticos que tienen intereses
sesgados con respecto a los verdaderos intereses de la sociedad y que a su vez
han sido elegidos por esa sociedad que en muchas ocasiones no sabe qué es lo
que realmente vota.
Si bien
es cierto que para elegir democráticamente al Poder Ejecutivo parece la forma
más correcta es muy posible que no sea la mejor para el Poder Legislativo, pues
si el Ejecutivo es quien elabora las leyes y el Legislativo es quién las
aprueba, difícilmente puede tener lógica, si aceptamos la separación de poderes
como cierta, que los que obtengan mayoría en unas elecciones y por tanto
gobiernen el país sean los mismos que tienen mayoría, y por tanto deciden qué
se aprueba en el Parlamento y qué no. Por tanto no deberían ser los mismos los
que aprueban en el Poder Legislativo las Leyes hechas por el Poder Ejecutivo
cuando éstos son los mismos. Es más, para mayor perversión democrática se trata
de los mismos que eligen, en España, al Consejo General del Poder Judicial máximo
órgano de la justicia en nuestro país.
Así, pues, concluimos, que si bien es cierto que el único sistema de gobierno razonable de un Estado es la democracia indirecta no es menos cierto que el sistema actual basado en la pseudo-separación de Poderes y en la democracia de partidos, más comúnmente conocida como partitocracia, no es la más eficaz ni justa ni mucho menos democrática.
Estando
de acuerdo enteramente con esta conclusión nos atrevemos a formular las
siguientes posibles soluciones al problema planteado por la partitocracia.
Primero:
Mantenimiento del actual sistema de elección del Poder Ejecutivo.Segundo: Mantenimiento del actual sistema de elección del Poder Judicial.
Tercero: Eliminación del actual sistema de elección del Poder Legislativo cambiándolo por uno más justo y certero. Con estas premisas se mantiene la idoneidad de no elegir por ningún tipo de sufragio a los Parlamentarios sino por sistema de elección del mejor y más cualificado para atender y entender las necesidades de la nación.
Llegados
a este punto nos surge la importante cuestión de cómo elegir a los mejores de
una sociedad. ¿Qué criterios sean de seguir para decidir quién es mejor y quién
está más cualificado? Parece que la respuesta evidente es que mediante un
sistema de designación cuyos principios estén basados en la igualdad, mérito y
capacidad, o lo que es lo es lo mismo, de la misma forma en que se selecciona a
un funcionario de carrera.
Para
ello sería menester idear un sistema de test en función de la moral, la
tradición, etc. del país y con arreglo a los objetivos que éste persiga en cada
momento, variables indiscutiblemente a lo largo de su existencia y claramente
cambiantes en función de las necesidades del Estado, que fuesen capaces de
localizar a los más capacitados para semejante responsabilidad. Básicamente se
trataría de test psicotécnicos capaces de medir el CI, la capacidad para desarrollar
las funciones encomendadas, capacidad de soportar la presión y de mantener la independencia,
falta de prejuicios, etc. Test culturales que seleccionen no solo al más culto
sino al más hábil e inteligente. Etc.
De este
modo desaparecería la partitocracia en el Poder Legislativo y tendríamos a los
mejores en cada momento votando en las Cortes a favor o en contra de unas leyes
que no siempre favorecen al ciudadano o al país. Estos votarían en función de
su conciencia, como debe ser, y no a razón de unas consignas previamente dadas
desde cada partido político.
Se
propone para este modelo de Estado la realización de pruebas selectivas, entre
los nacionales de nacimiento, aproximadamente cada década, pues no parece
necesario hacerlo cada menos tiempo ni prudente cada más.
El Congreso
de los Diputados sería eliminado y quedaría el Senado por tener un valor histórico
mayor, si bien es posible hacerlo a la inversa. La composición de la Cámara
debería ser en una parte proporcional al número de habitantes de la nación, entre
cuatrocientos y seiscientos sería lo ideal, incluso llegando a los mil, pues la
representación al ser mayor y más independiente del resto de Poderes haría que
las decisiones y leyes, aprobadas en la Cámara, las más justa y apropiadas en
cada momento para el país, sin el miedo de que un iletrado con dos dedos de
frente pudiese votar algo con el fin de beneficiarse así mismo o con el fin de
favorecer a un partido político determinado que mira más por su reelección que
por el bien del Estado.