domingo, 16 de diciembre de 2012

No podía parar de avanzar, una extraña sensación que le recorría por todo el cuerpo le decía que en esta ocasión algo no iba bien. Eso que siempre había hecho desde que era un crío, tan a menudo en su infancia y que después le sirviese para ganarse más que decentemente la vida, justo eso, era lo que no marchaba bien, pero nada bien. Quizás se tratase tan solo de miedo, o a lo mejor era el agotamiento… pero no, no se trataba de nada de eso, si fuera miedo huiría y si fuese cansancio pararía a descansar. Sin embargo no había duda, lo que había dejado atrás le causaba terror y al pensar lo que tenía delante le recordaba que las piernas le dolían a rabiar, las caderas parecían chirriar con cada zancada, los músculos de la espalda se hallaban tan sobrecargados que parecía llevar un saco de patatas sobre los hombros, la cabeza le dolía, lo que indicaba que el flujo de aíre no conseguía llegar con facilidad a su destino, respiraba por la boca en vez de por la nariz como le enseñase a hacer su padre casi treinta años atrás. Pero lo más importante era su pecho, su corazón latía a una velocidad inusitada, algo fuera de lo común, algo que jamás le había sucedido en los miles y miles de kilómetros que había recorrido a toda velocidad tan solo impulsado por su piernas y ayudado de sus desvalidas sandalias, por los innumerables caminos de la Hélade, como mensajero infatigable de sus generales y como soldado de la dignísima Atenas.

La mente del soldado mensajero volaba una y otra vez sobre dos asuntos, el primero era uno ocurrido pocas horas atrás, dos, quizás tres, no era capaz de saberlo con certeza. Fue cuando el general Milciades se acercó a él y apretándole en el hombro contrario al que le habían herido con un venablo lanzado por los porta manzanas, los soldados de elite persas llamados así por la forma del contrapeso que tenía la propia lanza. Milciades el joven se aproximo a su rostro y le dijo:

Fidípides, solo tú eres capaz de lograr alcanzar Atenas para comunicar nuestra rotunda victoria a nuestras mujeres antes de que éstas acaben con la vida de los hijos salidos de sus vientres, al pensar, equívocas, que hemos sido derrotados en Maratón y que los persas se dirigen a nuestra ciudad con el fin de someter a su dictadura a todos ellos. Ve, pues, fiel soldado e ignora tus heridas ya que de cada gota de sangre derramada habrá de salir con bien tres vidas atenienses que vivirán para cantar tu gran gesta. Corre como nunca Fidípides. Corre.

Sin duda, esas palabras y ese amor a su patria, a sus congéneres, era lo que le impulsaba de forma irracional hacia su destrucción.

Lo segundo a lo que le daba vueltas sin cesar en su cabeza, eran las palabras de ese viejo loco de Heráclito de Hefeso. Aquella palabra sin sentido dotada por él mismo de un significado especial: Logos.

— ¿Qué es para ti, Fidípides, la palabra, Logos? — le había preguntado en cierta ocasión.
— Pues eso maestro Heráclito, palabra.
— Muy bien, Logos es Logos, ¿nada más? ¿Quizás no sea también sinónimo de pensamiento o de razón?
— Lo desconozco maestro.
— Lo sé, tú y todos los demás, pues, resulta evidente que la mayoría de los hombres no saben escuchar ni hablar. En general tenéis la mala costumbre de vivir recluidos en vuestro pequeño mundo sin capacidad para ver el real, el auténtico que está aquí mismo, mucho mayor, más grande y espléndido, pero también mucho más complejo. Ten por seguro muchacho que Logos, la palabra en sí, no solo rige el devenir del mundo, sino que le habla. Recuerda esto hijo, la palabra en sí no dice una sola cosa, dice muchas y es de vital importancia saber captar y entender todas los sinónimos a los que se refiere, pues, es ahí donde radica la diferencia entre el ser racional y el irracional.

Palabras que dicen una cosa y significan otras muchas… eso era un galimatías imposible de resolver para un soldado. Lo había tratado de comprender durante toda su vida hasta aquel entonces, pero ahora ya no tenía importancia, ninguna. A través de sus acuosos y enarenados ojos lograba, con bastante dificultad, distinguir las insignes murallas de Atenas y el polvoriento camino que parecía llegar a su fin. No sentía las piernas, no sentía nada, solo punzadas en la cadera muy dañada ya, la espalda muy pesada pero sin dolor, y, eso sí, un dolor brutal de cabeza y un corazón que parecía que trataba de salirse por la boca a la primera oportunidad que tuviese.

Cuando ya Fidípides parecía desfallecer, llegó hasta la gran puerta de la muralla, ésta se abrió sin necesidad de llamar a ella y el soldado mensajero cayó de rodillas ante la mayestática figura que apareció ante él. Se trataba de una hermosa mujer ataviada de una nívea túnica que le llegaba hasta los tobillos, sus lustrosos pies hallábanse calzados con dignas sandalias de tafilete, los blancos brazos quedaban al descubierto pero adornados con bellos brazaletes de oro, su áureo cabello se encontraba coronado por una diadema de laurel y sus cerúleos ojos parecían pertenecer al mismísimo firmamento donde el sempiterno Zeus habitaba para mayor gloria del pueblo ateniense.

De los extenuados labios del guerrero tan solo salió una palabra:
¡NENIKÁMEN! (hemos vencido).

La bella dama sonrió con una lágrima de agradecimiento en sus ojos, tras ella apareció Heráclito y le habló:
Soldado invicto, mensajero veloz y fiel, magnífico aprendiz y discípulo mío. Antes de tu último estertor, es preciso que sepas que acabo de escribir un libro llamado Libro de la naturaleza,  al cual he dividido en tres secciones: Cosmología, Política y Teológica. Recuérdalo allí donde vayas, pues de éste, quizás, no se hable mucho, pero te aseguro que en los siglos venideros el ser humano crecerá bajo su sombra. El hombre se convertirá en un ser altamente religioso; se harán sociales y por ende políticos; y sobre todo, tratarán de estudiar estas cuestiones, discutirán sobre ellas y llegarán a matar al tratar de imponer por la fuerza sus conclusiones.

Esa, hijo mío, es la enseñanza. Eso es Logos, la palabra no tiene un significado, sino muchos, la palabra no tiene una intención, sino muchas. Pues, querido Fidípides héroe eterno de Atenas, muchas son las personas y muchas sus formas de interpretar.

Fidípides cerró los ojos exhalando su último aliento sobre el polvoriento camino que tantas veces había recorrido con sus veloces sandalias.

Descansa, hijo ilustre de nuestra tierra — añadió el filósofo griego —, descansa pues, te aseguro que tus hazañas serán más conocidas, más emuladas y más recordadas que la mías. Tu ejemplo dará alegría y felicidad, esfuerzo y sacrificio, harán al hombre mejor en todas las civilizaciones venideras. El mío… el mío, no sé… espero que además de muerte, traiga al fin, cuando el ser humano esté listo para ello, el pensamiento y la razón.

(Año 490 a.C. El soldado Fidípides recorre corriendo 42.195 Km desde Maratón a Atenas para comunicar a sus compatriotas la victoria obtenida ante los persas.)