jueves, 18 de octubre de 2012

Razonando sobre la vigilancia de las instituciones:

¿Quién legitima los actos de las instituciones?  Es decir, la acción del Gobierno, la del Parlamento, la de los sindicatos de trabajadores… ¿Quién legitima los actos de la justicia? La respuesta genérica a estas preguntas es muy sencilla; La Ley, el Derecho. No hace falta que nos miremos el ombligo como siempre hacemos, podemos mirar más atrás y leer a uno de mis favoritos, Aristóteles:
Ni el gobernante más sabio puede prescindir de la ley porque la ley es más excelente: es “la razón sin pasión.”

Recordemos lo que decía Cicerón sobre la historia: El hombre que no conoce su historia, siempre será un niño.
Bien, pero volviendo al planteamiento primigenio de este post… La Ley emanada del Derecho y éste a su vez de la soberanía, que en democracia solo puede ser la que nace de la voluntad popular, es la que da la legitimación a estas instituciones. Hasta aquí todos de acuerdo. Pero supongamos que esa legitimación es oblicua al comportamiento de estas instituciones, supongamos que de algún modo hallan la manera o el subterfugio de hacer u omitir aquello que no deben hacer jamás, ir contra lo que les legitima, esto es, la Ley y por ende el pueblo, el ciudadano. De tal suerte que el ciudadano cae inocentemente en semejante engaño. Entonces, en este caso, ¿qué ocurre? Se deslegitima la institución automáticamente o por el contrario al no ser consciente la fuente de legitimación, no sucede nada y todo sigue tal cual hasta que la deslegitimación desaparezca o se convierta en legal y de derecho.
Muchos pensarán que el Estado de Derecho tiene mecanismos para evitar que esto ocurra, por ejemplo acudiendo al contencioso-administrativo o incluso, por qué no, al Tribunal Constitucional. Y efectivamente esto es así, pero ¿y si estos mecanismos también fallan? Alguno dirá, “no puede ser, eso es imposible”
Pues bien, yo voy a poner un ejemplo que me viene ahora mismo a la cabeza:

Con la tan traída y venida Ley de Reforma Laboral del 2012 a la que tanto han criticado algunos, sobre todo los sindicados. Resulta que una de las grandes críticas es el hecho de que la administración ya no forme parte activa, sí pasiva como siempre, a la hora de participar y decidir en la aprobación o no de los EREs de las empresas privadas. Esta crítica podría ser legítima en una autarquía, lógicamente, pero no en un Estado Democrático de Derecho como es el nuestro, donde existe una “supuesta” separación de poderes. ¿Cómo es posible que la administración sea juez y parte en una decisión privada? Los conflictos intersubjetivos deben ir irremisiblemente dirimidos o bien por el sistema de autocomposición o bien por el sistema de heterocomposición y si es este último el caso, habrá de ir por la vía del arbitraje o por la vía jurídica. Es decir, en el caso concreto de un ERE, y hablando de la Reforma Laboral, lo que la Ley dice es que bajo la supervisión del Ministerio de Trabajo las partes, Representación de trabajadores y empresa, se reunirán para tratar de llegar a un acuerdo (autocomposición), si no se llegase a un acuerdo entre las partes o se observas mala fe en una de éstas, se tendrá que acudir al tribunal competente (heterocomposición), para que sea el que dirima el conflicto.
Por todo esto parece evidente que es el actual sistema y no el anterior el correcto, pues, indiscutiblemente la soberanía de la que emana el poder del Estado, tuvo a bien otorgar al poder judicial la potestad a la hora de decidir en todos y cada uno de los posibles conflictos que puedan darse en la sociedad civil y muy concretamente en su parte privada. En ningún caso al poder Ejecutivo o Legislativo, pues se estaría rompiendo el principio de separación de poderes, con el Gobierno de turno podría actuar a su libre albedrío en función de sus intereses partidistas y no en función del bien común de empresa y trabajador.

Concluyo pues, llegando al razonamiento inequívoco de que la respuesta a mi inicial pregunta respecto de quién legitima los actos de las instituciones si éstas no cumplen con su obligación o con su papel, ya sea por acción o por omisión, y cuando los mecanismos ideados para vigilar que aquello no ocurra, fallan estrepitosamente. La respuesta es, como hemos razonado, nadie. Simple y llanamente se soluciona con el tiempo sin necesidad de justificar los actos anteriores o reponer el posible daño causado. Esto es obvio que no debería suceder jamás, no obstante ocurre con asiduidad. Es más, puede ocurrir, como ahora sucede con los sindicatos de trabajadores, más bien poco democráticos de nuestro país, que alguna institución aún pretendan reclamar que se continúe haciendo algo meridianamente erróneo por no decir contra legem y contra la necesaria separación de poderes.

Termino como comencé, recordando a Aristóteles:
…es peligroso que el poder no se halle regulado por las leyes y que esté exento de toda responsabilidad; pedir cuentas a los gobernantes es un principio saludable para evitar la corrupción del poder y el enriquecimiento en el ejercicio del cargo.

Y yo me permito añadir, que es muy peligro que las instituciones no estén bajo el imperio de la Ley y que además sean capaces, sin que suceda nada contra ellas legalmente, de saltarse el Derecho Constitucional e incluso que con posterioridad continúen haciendo apología anticonstitucional, algo que por desgracia parece ser muy común en nuestros días dentro de nuestras fronteras. Como ejemplo sangrante tenemos a Arturo mas y sus delirios de rey absolutista del siglo XVIII.