domingo, 30 de diciembre de 2012

¡Viva la Pepa!

Se hace menester, ahora que finaliza un año horrible, no obstante aniversario de la inmortal Pepa, hablar precisamente de ésta, o más bien, diría yo, de una parte. Exactamente del Discurso Preliminar de Agustín de Argüelles uno de los Constituyentes más insignes de aquélla. Concretamente de una sucinta parte del Discurso Preliminar, el cual reproduzco más abajo, ya que debido a su extensión se hace insalvable la posibilidad de transcribirlo íntegro en este paupérrimo y, por lo demás, modesto blog. Antes de nada es preciso hablar, desde la perspectiva historicista, de cómo se llegó a esto. No me malinterpreten, no se trata de un resumen de la historia de España, no, se trata de un resumen del parlamentarismo universal.

El ser humano, como ya hemos explicado en infinidad de ocasiones, es un ser social por naturaleza (Aristóteles) y por tanto tendió desde sus orígenes a juntarse con miembros de su propia especie. Este hecho supuso irremediablemente que surgieran las relaciones intersubjetivas entre los individuos y como consecuencia de éstas, los conflictos entre los miembros de la comunidad recientemente establecida. Se hizo preciso, pues, instaurar la figura de una persona respetada que se hallase suprapartes con el fin de dirimir de forma justa dichos conflictos, llamémosle juez, jefe de clan, Rey o X. A medida que la comunidad crecía los conflictos aumentaron y con ellos la complejidad a la hora de tomar la decisión más justa o correcta. Este hecho propició que el jefecillo de turno al no ser capaz por sí mismo de llegar allí donde surgía un conflicto y con el fin de mantener el orden establecido, ya no solo dentro de las fronteras sino también fuera de estas, la necesidad de solicitar ayuda a quienes podían otorgarla, otros jefecillos menores de la zona, los cuales por medio de un ejército u otras figuras dedicadas a salvaguardar la seguridad contribuían al bien común de la zona. Esta circunstancia generó unos gastos los cuales debía asumir la comunidad de forma solidaria por medio de impuestos. También la recaudación de dinero o bienes precisó de recaudadores de éstos, escribas, contables, secretarios… la complejidad de la máquina administrativa de todas las sociedades comenzó a crecer de forma exponencial a medida que aumentaban las poblaciones y por tanto los conflictos de todo tipo y, por supuesto, la necesidad de recaudar cada vez más se hizo notoriamente patente. Esta escalada de abusos por parte del reyezuelo de turno, que a estas alturas ya no era aquel hombre que impartía justicia en base a la confianza de sus vecinos, se truncó en la exigencia de los súbditos en lo que se define perfectamente con la famosísima frase inglesa: No más impuestos sin representación o lo que es lo mismo: Un parlamento donde representantes del pueblo aprueben los impuestos a cobrar con el fin de garantizar la justicia recaudatoria y cuyos impuestos traigan consigo una necesaria contraprestación. Esta misma idea fue la que desembocó, a la postre, en la independencia de los EEUU y la principal razón por la que la vieja Europa tendió en un principio a tener representantes que les protegiesen de los excesos de sus gobernantes. Los parlamentos, pues, nacieron con la idea fundamental de fiscalizar los impuestos recaudados por los gobernantes, no hay otra razón ni otro significado. Alguno me tachará de simplista, pero entrar en profundidad en un tema tan complejo me puede llevar a escribir otro libro y no parece el lugar apropiado, la verdad. Esta indiscutible cesión de soberanía por parte del poder establecido hacia los representantes del pueblo, fue el origen de las constituciones modernas, primero liberales como la de 1812 y posteriormente las actuales constituciones sociales, democráticas y de Derecho como la actual de 1978 (entiéndase que hablo de España).

Es obvio, que hizo falta mucho más que todo esto, levantamientos, proclamas, revoluciones, incluso guerras. Pero insisto, básicamente esto es lo que hay a grandes rasgos.

Os dejo con el fragmento de texto del Discurso Preliminar en el que Agustín de Argüelles nos hace referencia a la lucha permanente entre la búsqueda incansable de la libertad por parte de los españoles y el no quiero, no puedo o no sé, de nuestros gobernantes.

Aunque la lectura de los historiadores aragoneses, que tanto se aventajan a los de Castilla, nada deja que desear al que quiera instruirse de la admirable constitución de aquel reino, todavía las actas de Cortes de ambas coronas ofrecen a los españoles ejemplos vivos de que nuestros mayores tenían grandeza y elevación en sus miras, firmeza y dignidad en sus conferencias y reuniones, espíritu de verdadera libertad e independencia, amor al orden y a la justicia, discernimiento exquisito para no confundir jamás en sus peticiones y reclamaciones los intereses de la nación con los de los cuerpos o particulares. La funesta política del anterior reinado había sabido desterrar de tal modo el gusto y afición hacia nuestras antiguas instituciones comprendidas en los cuerpos de la jurisprudencia española, descritas, explicadas y comentadas por los escritores nacionales a tal punto que no puede atribuirse sino a un plan seguido por el Gobierno la lamentable ignorancia de nuestras cosas, que se advierte entre no pocos que tachan de forastero y miran como peligroso y subversivo lo que no es más que la narración sencilla de hechos históricos referidos por la Blanca, los Zurita, los Angleria, los Mariana y tantos otros profundos y graves autores que por incidencia o de propósito tratan con solidez y magisterio de nuestros antiguos fueros, de nuestras leyes, de nuestros usos y costumbres. Para comprobar esta aserción, la Comisión no necesita más que indicar lo que dispones el Fuero Juzgo (se trata del cuerpo legal elaborado en 1241 en León por Fernando III. Es una traducción del Liber Iudiciorum (año 654), dispuesto por Recesvinto) sobre los derechos de la nación, del Rey y de los ciudadanos acerca de las obligaciones recíprocas entre todos de guardar las leyes, sobre la manera de formarlas y ejecutarlas, etc. La soberanía de la nación está reconocida y proclamada del modo más auténtico y solemne en las leyes fundamentales de este código. En ellas se dispone que la corona es electiva; que nadie puede aspirar al reino sin ser elegido; que el Rey debe ser nombrado por los obispos, magnates y el pueblo; Explican igualmente las calidades que deben concurrir en el elegido; dicen que el Rey debe tener un derecho con su pueblo; mandan expresamente que las leyes se hagan por los que representan a la nación juntamente con el Rey; que el monarca y todos los súbditos, sin distinción de clase y dignidad, guarden las leyes; que el Rey no tome por fuerza de nadie cosa alguna, y si lo hiciere, que se la restituya. ¿Quién a vista de tan solemnes, tan claras, tan terminantes disposiciones podrá resistirse todavía a reconocer como principio innegable que la autoridad soberana está originaria y esencialmente radicada en la nación? ¿Cómo sin este derecho hubieran podido nunca nuestros mayores elegir sus reyes, imponerles leyes y obligaciones y exigir de ellos su observancia? Y si esto es de una notoriedad y autenticidad incontrastable, ¿no era preciso que para sostener lo contrario se señalase la época en que la nación se había despojado a sí misma de un derecho tan inherente, tan esencial a su existencia política? ¿No era preciso exhibir las escrituras y auténticos documentos en que constase el desprendimiento y enajenación de su libertad? Mas por mucho que se busque, se inquiera, se arguya y se cavile, no se hallará otra cosa que testimonios irrefragables de haber continuado en ser electiva la corona, así en Aragón como en Castilla, aun después de haber comenzado la restauración…

Al final de todo esto queda la lección sin aprender de siempre. El pueblo en su conjunto es el que ha de elegir el camino, no un individuo, ni varios, ni siquiera una región por muy amplia que esta pueda ser como sucede en Cataluña, no, es el pueblo y solo el pueblo español en su conjunto el que necesariamente debe decidir qué camino seguir, y a de ser necesariamente al margen de políticuchos de segundo orden como Arturo Mas y otros que pueblan los parlamentos nacionales, pues, obviamente, si Agustín de Argüelles y otros grandes como él, no les sirven de inspiración, es simple y llanamente porque su cultura y educación no llega más allá de los últimos cincuenta años, y estos y muchos otros de su altura hay que buscarlos, como mínimo, doscientos años atrás.